El presidente Macri anunció en su discurso inaugural una suerte de «tolerancia cero» contra la corrupción. Para ello, dijo, dará rienda suelta a los jueces y fiscales federales que pretendan investigar los actos de gobierno, de la presente y de la anterior gestión. Y agregó: «Si alguno de mis ministros se conduce de manera irregular, deberá rendir cuentas ante la Justicia».
Esto último quizá sea lo más esperanzador del gobierno que comienza: aquella idea de que quienes llegan a la cima del poder político no se quedan allí, remotos y por encima de los problemas que afligen a los simples mortales. Se trata, ni más ni menos, de honrar la «igualdad ante la ley», aquel principio esencial de toda democracia representativa, que no concede privilegios ni inmunidades especiales para sus dirigentes.
Pero el tiempo de las campañas discursivas y los lineamientos generales está llegando a su fin. Bronca, hartazgo e impotencia es lo que percibe el ciudadano común. Las espectaculares detenciones de Ricardo Jaime y de Lázaro Báez y los avances en las causas por lavado de dinero servirán para bajar el termómetro del disgusto social. Pero está claro, como lo expresa Ricardo Lorenzetti, que «para terminar con la impunidad falta una política de Estado que involucre a los tres poderes».
En lo que compete al Poder Ejecutivo, será fundamental la actuación transparente y efectiva de los organismos de contralor: Oficina Anticorrupción (OA), unidad antilavado (UIF), AFI, AGN y la Sigen. Éstos tienen la capacidad operativa, técnica y funcional para auxiliar a la justicia federal penal en el avance constante de las pesquisas. Según recientes informes del Banco Mundial, los juicios por corrupción en la Argentina duran un promedio de 18 años (ocho años de instrucción, seis de juicio oral y cuatro de planteos extraordinarios) y, peor aún, sólo un minúsculo porcentaje arriba a condena firme: nulidades, fuga, muerte de los acusados y absoluciones por falta de pruebas y prescripción son moneda corriente.
Y arribar a condenas firmes resulta fundamental para lograr un decomiso efectivo y legal de la ganancia y del fruto del crimen económico. Según un informe del Centro de Investigación y Prevención sobre la Criminalidad Económica (Cipce), se calcula que los hechos de corrupción privaron al Estado de 10.000 millones de dólares, equivalentes a 10 años de planes sociales del Ministerio de Desarrollo Social.
Debería ponerse el foco, a su vez, en los resultados de la ley de exteriorización de capitales impulsada por el kirchnerismo. El producto de aquella ley fue el blanqueo de 2550 millones de dólares que reingresaron a la economía regulada en forma de títulos Cedines. El ministro de Hacienda, Alfonso Prat-Gay, al poner fin a la ley de blanqueo, dijo que «facilitaba el narcotráfico y la corrupción». Sin embargo, a la fecha aún no se conocen investigaciones tendientes a ratificar que el origen de los activos repatriados no sea producto de delincuencia organizada, contrabando, soborno o narcolavado nacional o extranjero.
Pero la responsabilidad tampoco es exclusiva del Estado. Debe existir un acuerdo multisectorial que incluya a empresas, sindicatos y partidos políticos que adopte medidas para mejorar los sistemas de auditoría en la esfera pública y privada; incluir códigos de conducta y manuales de procedimiento para el correcto ejercicio de la actividad empresarial, y tipificar el delito de cohecho privado. Y, por sobre todo, prevenir los conflictos de interés a través de restricciones apropiadas a la contratación de funcionarios públicos que provienen del sector privado, especialmente cuando la contratación está directamente relacionada con las funciones desempeñadas.
Este acuerdo plural y multisectorial debería incluir el tema tabú en materia de transparencia: el financiamiento de las campañas políticas. El año pasado, entre elecciones desdobladas, internas, generales, primarias y segunda vuelta, se exhibió una interminable y costosa artillería mediática. ¿Quiénes y por qué financian las eternas campañas electorales? Sería oportuno que se ponga la lupa allí, donde predominan el silencio, la complicidad y la evidente anomia como componente del subdesarrollo argentino.
Abogado, especialista en derecho penal económico e internacional
Por: Roberto Durrieu Figueroa